Espeso como él solo, el cero a cero deambula
fantasmagórico entre las tabernas adyacentes al St. James’ Park. Por una almena
del castillo de Newcastle upon Tyne se asomó un Cherokee sin mapa que
prorrumpió en carcajadas que espantan. Hace dieciséis años, la Sub-23 de Carlos
De los Cobos llegó al meridión gabacho para estamparse en ceros contra una
Corea del Sur que emergió de los Apalaches. Eran los Olímpicos de Atlanta y un
país se devaneaba en los contoneos del Clinton-Lewsinky Affair, al mismo tiempo
que Tom Hanks pilotaba el Apolo 13.
Maldito
seas, Champion Hill
La mala pata de hechicería oriental se remonta,
precisamente, a Londres. Fue en las Olimpiadas del 48 cuando la estampida surcoreana
le metió cinco patines voladores a México. Desde la banca, un portero suplente de
19 años se apretaba los puños desnudos. Se llamaba Antonio… “Tota” para los
amigos. Por aquellos días, la República de Corea era un país “nuevo” con línea
directa a Washington y un vecino del norte que hablaba en ruso con acento
nuclear. El espeluznante 5 a 3 supo terrible en ese diminuto estadio llamado
Champion Hill, elemento del paisaje gris que ahumaba el sur londinense. En ese
distrito de East Dulwich aún yacían fragmentos de cohete V2 y bombarderos caza,
cortesía del Blitz alemán. Y en los patios de las primarias mexicanas, los
niños jugaban a ‘Las batallas en el desierto’.
El
códice roto (o el poste trémulo)
Con el característico combustible asiático, Corea
del Sur quiso cansar a la cuadrilla de Tena desde el inicio. Es cuando el fuelle
que otorga el potaje hecho en Seúl pretende apaciguar a un equipo latino que se
asume más atrevido. Y sí. Una vez que dominó el prado del Newcastle United con
la soltura con que se recorre el Mar Amarillo, la línea surcoreana se estiró
con voltaje felino y enseñó un diente.
El asunto se empezó a enlodar. Es natural en una
cancha cuyo mediocampo fue patrullado alguna vez por Paul Gascoigne: la zanja
es invisible, pero te ha de cimbrar en un estadio de 120 años. Ki Sung-Yueng,
muchacho del Celtic, jaló el gatillo y los nervios de Corona se crisparon al
fin. La maquinita se echó pa’l frente y fue Javier Aquino el que atacó. Oribe,
calladito. El despliegue reactivó a los guerreros del Taeguk y si algo salvó a
México, fue la mala puntería del otro.
Con gafas de grosor macabro, la central coreana descifró
el códice y Giovani tuvo que entrar para solventar el libreto. Oribe,
guardadito. El ataque se refrescó en dos patadas, pero ninguna quebró el
hechizo. En el último suspiro, Jiménez dejó el poste trémulo y la venganza de
El Pireo en 2004 no se logró consumar. Futbol olímpico y surcoreanos nomás no
cooperan. El examen salió barato. De aquí al domingo a entrecerrar un ojo y
esperar que el golpe sea reversible en Coventry. Ay, Gabón.
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