domingo, 20 de marzo de 2011

La cocatriz


No te alegres tú, Filistea toda,
 por haberse roto la vara que te hería,
porque de la raza de la serpiente nacerá un basilisco,
y su fruto será un dragón volador.
“Oráculo contra Filistea”
Isaías 14, 29


Esa madrugada desmenuzaste a un niño de seis años. Salió por agua a la noria, con más sed que tú. Minutos antes sobrevolabas el río Anton y evadías tu reflejo en la cáscara del agua. Aterrizaste en la aldea de Wherwell. La villa dormía. Desconocían que tú, cocatriz, hija del basilisco y el áspid, iniciabas tus infames rondas nocturnas. Desmembraste carne con pico y garras. Depositaste fuego y veneno en ese niño. Regurgitaste cabellos, huesos y te internaste en el bosque. Ya no volaste lejos, ya eras latente. Tú y tu terror.

Después de tres ataques más: un leñador, una partera y una monja benedictina, se hizo oficial tu maldición. Trascendiste al sermón de la abadía y a las pesadillas infantiles. Toda tú, bípeda, con cabeza de gallo, cuerpo reptil y cola de pico. Asolaste la región.

Unas noches matabas con la boca, con las uñas. Otras, simplemente clavabas la mirada en algún desventurado para que cayera petrificado. Esas estatuas, efigies al pánico, amanecían heladas porque ni siquiera el sol las podía acariciar. Los guardias tenían que caminar con la vista baja y el oído atento: temían encontrar tu mirada asesina, la que hiela la sangre y transforma en piedra.

Cuatro lunas menguaron y se inflamaron. Fueron testigo de tu cosecha de coágulos y piedras. Las historias se esparcieron en muchas hogueras de la vieja Albión y tus crímenes fueron escuchados en el palacio de la reina virgen de Tudor. La caballería tardó un mes y ocho muertos en llegar. Te asustaste y, por tres días, calmaste tu sed con ciervos colorados. Revolvías la sangre con la tierra hasta formar lodo marrón. No podías saber de tu apariencia, de tu reflejo. Sería tu fin.

Alquimistas, soldados y clérigos confabularon contra ti. Te bajaron a punta de mosquete. Tu calabozo esperaba debajo del priorato de Wherwell. Lo tapizaron de espejos, y el respiradero iba a parar a un cajón donde cinco gallos afinaban su canto: tu otra debilidad según los hechiceros.

Con el primer quiquiriquí limaste la piedra con tus garras. Cerraste los ojos con fuerza. Fue el quinto canto el que te hizo abrirlos de dolor. Te esperaba tu último reflejo. Tu quejido final rechinó hasta la última piedra del monasterio y caíste inerte.

Tu cuerpo sigue allí. Hoy, en la punta de la iglesia de San Pedro en Wherwell, una veleta de tu figura se mueve con el frío vendaval de Hampshire. Quien pasa por ahí escucha las historias de ese legendario reptil alado de cabeza de gallo, que aterrorizó la aldea en tiempos de Isabel la primera. Pocos saben que tu cabeza y tus ojos aún funcionan. 


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